domingo, 1 de febrero de 2009

Destinos (Publicado en el nº 77 de la Revista Gente de Letras)


¿dónde está la memoria de los días
que fueron tuyos en la tierra,
y tejieron dicha y dolor y fueron para tí el universo?
J.L.Borges


Buscaban un lugar nuevo para aquellos sueños viejos.
En esa mañana soleada el traqueteo del tren sacudía sus cuerpos suavemente. La mujer contaba las estaciones. Sabía que faltaban exactamente tres, y que allí encontrarían sus nuevos destinos.
En realidad, él lo encontraría.
Impulsados por los rieles, ensimismados en su interior, arrastraban el paisaje con los ojos, que se les manifestaba, ahora, invadido por las aguas; ahora, desolado. Unas matas ralas, cientos de camalotes reverdecidos, algunos árboles que aún defendían sus copas teñidas de ocre; animales que flotaban inertes, a punto de reventar; esas eran las imágenes.
Y ella, responsabilizando al agua.
El agua, mirá el agua, es como si hiciera que el campo se hinchara, arremete, arremete y no da tregua. Nos ahoga, implacable, y se hace dueña de todo. El agua que parece no tener límites, ¿verdad?
Él no contestó. La ansiedad se reflejaba solo en su ávida mirada hacia delante.
Era evidente que uno de ellos estaba deseoso de llegar. Pero que el otro, no.
Me gusta el color de esos árboles, alcanzó a decir ella. El ocre me hace acordar al otoño en las veredas de mi barrio.
Más allá, las vacas que habían corrido mejor suerte, se apretujaban en un retazo de tierra firme circundadas por un alambrado eléctrico. Al hombre, menos melancólico que la mujer, le interesaba solo esa imagen.
Jiménez quiso comprar por monedas esa tropa. ¡Aprovechador! Menos mal que algunos no se la vendieron. Hicieron bien, afirmó el hombre, ¡no se regatea así el infortunio ajeno!
Adormilada ella y recordando quién sabe cuantos lindos momentos; expectante y ambicioso él, pronto llegarían a destino.
El tren aminoró la marcha. El ruido insidioso y metódico anunció que la tercera estación había llegado.
Él encontrará allí, en San Pedro, un lugar para comenzar su nuevo trabajo. Quizás pueda ahí, desplegar su ambición, sus ansias de poder.
No quiero, no quiero que se quede aquí, pero no puedo retenerlo; no debo, es su pensamiento.
En cierta medida se siente cómplice de aquella huida, de aquel (lo sabe bien) despecho con la vida.
El hombre baja del tren. Apenas un bolso y miles de propósitos.
En el andén, otros son los rostros. En la ciudad, otras son las calles. Entonces lo invade esa extraña sensación de nombrar las cosas por primera vez.
Ella, sola y de regreso, es otra también; otros serán sus días y otro será su universo.
María Rosa-junio de 2006-

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